Favorecer la lectura en los niños


Todos queremos que nuestros hijos lean más, pero pocos padres logran resolver el problema. Algunos consejos que vale la pena intentar, a pesar de la "crisis". No podemos dejarle a nuestros hijos nada mejor que una buena capacidad lectora. Es la mejor herencia que le podemos dar en este mundo.... 
          No recuerdo una palabra que haya escuchado con más frecuencia, en las cinco décadas de mi vida, que la palabra “crisis”. Que vivimos en crisis, que estamos o estaremos en crisis, que las cosas se solucionarán cuando salgamos de la crisis, que la crisis se avecina junto con el fin del mundo, y si el mundo no termina la crisis tampoco, que la crisis se solucionará cuando se junten los partidos o los planetas o cuando votemos a…  A lo largo de los años, muchas cosas no se han solucionado. Algunas quedaron como estaban, otras han empeorado. 
          La lista de las cosas que han mejorado, me la reservo. La confeccionará cada uno de los lectores de esta nota como le parezca, si le parece. Puede que coincidamos en algunas, o en la mayoría, o en todas. No es el tema de esta nota, lo dejaremos para otro momento. En esta oportunidad, nos concentraremos en una de las que, fehacientemente, puedo afirmar que sí han empeorado. Si es que aún existe, lo cual me tomo la molestia de ponerlo en duda, como profesora particular de Lengua: la lectura. 
          Nadie se animará  a desmentirme: en lo que se refiere a la lectura, hemos ido cuesta abajo, como diría el tango. Si hace treinta años, en un curso de secundaria, se podía encontrar a un grupo ávido de lecturas buenas, ejercido por alumnos interesados en hacer de su mente un órgano mejor dotado y adaptado para estudiar y para seguir una carrera universitaria, a la vez que disfrutaba de un placer como pocos  que en este mundo puede ser disfrutado, hoy de esa situación prácticamente no queda nada. Ayer la culpable era la televisión, luego lo fueron Los Simpsons, hoy es Facebook. En fin, los culpables se hallan siempre, las soluciones jamás.
La nula capacidad de enseñar 
        Aquí hay muchos factores, además de los nombrados, que podríamos citar, pero no podemos extendernos tanto. Digamos francamente, para dejar expresado el tema que tocaremos en otra oportunidad, que es sistema de enseñanza es francamente nulo. No existe. Hoy ningún chico puede escribir ni siquiera una carta en la República Argentina. En los mejores casos, tiene errores de ortografía. En los peores, ni siquiera sabe lo que es una carta. O, como me ha pasado, podemos encontrar chicos de escuela privada que, debiendo la última materia para terminar el ciclo secundario, me preguntan, inocentes: “pero una novela… ¿qué es?”. Yo creí que la escuela se los había enseñado. Parece que no es así. 
          Solamente he escuchado a funcionarios del gobierno de turno defender la educación actual, al cual caratulan como “mucho mejor que el anterior” (sic). Creo que esta aseveración llevaría a cualquier profesor a reír hasta el trastorno mental. Es evidente que el esfuerzo que hacen los funcionarios por no abrir una carpeta común, de Lengua o de Historia, hacen imposible tomar conciencia de la realidad. Se lo pierden: hoy por hoy es una experiencia extrema. Uno puede llegar a caer de rodillas y convertirse al cristianismo, o a cualquier religión, con tal de que lo libren de ese martirio. Siempre y cuando entienda la letra, claro. Que como no existe, no se entenderá. “Bueno, total hoy se escribe todo con computadora, y la computadora corrige los errores”, se dice. Error garrafal que ninguna computadora corregirá. Se puede corregir un error, pero la falta de pensamiento es incorregible.
Hay mal que dure cien años 
         Si antes los chicos leían poco, hoy lo evitan como si fuera un auténtico diablo suelto en el hogar, donde tampoco se lee. Hoy, el argentino medio, jaqueado por las deudas y los conflictos de una Argentina que te mata, no tiene  ni el dinero ni el tiempo que se necesita para comprar un libro. Hablo en general, se entenderá. Nadie se sienta ofendido ni aludido por esta afirmación. Del diario, ni noticias. Antes se compraba todos los días, ahora ya no se compra. 
          En mi infancia supe disfrutar de las muchas revistas que iban circulando de mano en mano y nos cambiábamos entre las ya leídas y las que todavía estaban por leer. Durante el mes se compraban no menos de siete u ocho, comenzando por la “Billiken” para los más chicos, la “Anteojito” para mí, y así una para cada uno pasando por la “Para Ti”, la “Vosotras”; “Gente” (obvio) y “Siete Días”, -“La Prensa” para el abuelo, la “Selecciones” para la abuela, y hasta “El Arte de Tejer” para las tías. No faltaba quien trajera la “Claudia”, “que ya la leí” y multitud de libros y novelas que daban vueltas y nos peléabamos por leer. Y las vacaciones, ¡al fin! eran la oportunidad de comprar más libros en los lugares de veraneo.  Y eso sin decir que a Tintín lo conocimos leyendo la Billiken. Hoy, ni siquiera hago el intento de comprarla. Ya tengo un montón de figuritas para el colegio, pero en la cabeza de los míos no creo que queden nada más que figuritas. 
          Por otra parte, no olvidemos que, a pesar de las declamadas “unidades” (lo digo en plural por todos los gobiernos que lo han dicho) del pueblo de la República, no hay una sola Argentina, sino varias. En principio, hay una con poder adquisitivo, tecnologizada, de computadoras, celulares y unas cuantas cosas más. Esos chicos no leen, salvo por absoluta obligación y bajo amenaza de llevarse la materia. Imprimen pésimos resúmenes de sitios de Internet donde los que escriben se ve que tampoco leyeron  la obra, y se dedican a “hacer que estudian” repitiendo lo que no saben ni les interesa saber. Un desperdicio de capacidad y posibilidades de incorporar conocimientos útiles e interesantes. Para nosotros, no para ellos, claro. 
          Luego, en el otro extremo, hay otra Argentina, que no conoce los libros ni los conocerá, a menos que el Estado intervenga activamente en proporcionárselos. Hasta hace poco, cuando la Asignación por Hijo sobrevolaba sin aterrizar en los hogares, muchos chicos ni siquiera iban a la escuela, especialmente después del “corralito”. No conocían ni un crayón. Se los enseñaba el Jardín de Infantes, y a veces, después del Jardín, dejaban la escuela. O transitaban algunos pocos años y, al fin, después de luchar contra un sistema perverso que dice que los incluye pero no los incluye, se agotaban de tratar de entender aquello que nadie les explicaba. Y sin apoyo en la casa, por falta de conocimientos, sin libros y sin computadora, finalmente se daban por vencidos. Se volvían a pasear en el carro con sus padres, juntando cartón y conociendo la vida de la calle. Algunos la conocieron demasiado de cerca. Pero ahora no quiero hablar de eso. No leen, digamos, ni leerán. Una lástima, porque me consta que les encanta, como  a todos los chicos, que les lean. En esto, todas las Argentinas y todos los niños del mundo son iguales. Nosotros no discriminamos, la realidad sí.   
  
Momento de decisión 
          Llega entonces el momento en que los padres, que sí les leemos antes de que los chicos se duerman, pensamos cuánto se ha perdido en este campo. Y nos viene a la mente la cantidad de chicos que se irán a la cama sin leer, lo que rápidamente asociamos al hecho de que se irán a la cama sin comer, o sin otras muchas cosas que necesitan. Todas las noches le pedimos a Jesús por ellos, mientras pensamos en cómo colaborar para encontrarle la vuelta a este problema.
        Solución única no hay, pero hay algunos intentos. ¿Resignarse? Jamás. ¿Qué podemos hacer los padres, aun con todos los problemas que tenemos, para hacer que nuestros hijos lean? Insistimos: jamás bajar los brazos. La única batalla que se pierde es la que no se libra. Punto primero. 
        El segundo punto es el más obvio: comprar libros, conseguir libros, pedir que le regalen libros y leérselos. Esto suena más fácil de lo que es. Desde que la mujer trabaja, todo trabajo se hizo doble para ella. A la noche, despatarrada de cansancio, es cierto que muchas mujeres no pueden hacerlo. Literalmente, no dan más. Y es comprensible. Será cuestión de buscar aunque sea un ratito, en la semana, para leerles antes de dormir. Buscar libros que si no son nuevos, pueden ser libros usados, y leerlos. NO HAY OTRA.
          Este punto es intransferible. Y si no se les puede leer, un recurso válido son las historietas, que sí ellos pueden leer por sí mismos. Parientas pobres de la Gran Literatura (suenen trompetas de oro), las historietas son lo mejor que el siglo XX nos ha dejado, entre otros logros. Sendra, Quino, tienen historietas que todos pueden leer. Tintín, Lucky Luke y otros tantos siguen siendo la mejor opción para los de más de siete años. Ni hablar de Asterix. Bienvenidos todos los historietistas del mundo. Su labor, al fin, será recompensada. Todos a la cama y cada uno con su historieta.  
          También se puede insistir con los abuelos, si el nieto pasa varias horas con ellos, que les lean algo. Claro que hoy los abuelitos ya no están en el hogar, viajan, están en reuniones, hacen yoga, etc. Bien por ellos, los apoyamos desde aquí. Pero es necesario que pongan su cuota de ayuda en este tema. Y que no digan “no, yo no le compro libros porque no los lee”. No los lee hoy, pero los leerá. Sólo es cuestión de dejarlos a la mano, y comenzar leyéndoles. Ellos siguen después.  Es una pequeña semilla que se siembra. Habrá cosecha, lo juro. Los mejores libros son los que están dedicados por los abuelos, con fecha y firma. Una dedicatoria manuscrita en la hoja guarda siempre será el mejor recuerdo que un abuelo puede dejar. Lo mismo que un padre o una madre. Ya lo decía Edmundo D’Amicis, el autor de “Corazón”, nuestro libro de cabecera de la infancia: “El destino de un hombre está determinado por los libros que encontró en la biblioteca de su padre”. Será así, entonces. 
Lo que una sabe por madre 
          Entonces, hasta ahora sabemos que la función de los padres, abuelos, tíos y hermanos en la lectura es fundamental. Claro que todos dirán que no tienen tiempo, ni ganas, ni jamás leyeron, ni lo harán, amenazarán abandonar el hogar, llamar a la policía, en fin, las excusas son muchas.
         Pero lo cierto es que ya en el inicio del Jardín de Infantes se ve con claridad, ni bien se le da al niño una hoja para dibujar, quién tendrá facilidad para el dibujo y la comprensión de textos, y quiénes, lamentablemente, no. Aquellos que provienen de familias que leen, aunque sea cada tanto, toman la hoja con seguridad, dibujan lo que creen y quieren expresar, y se manejan con soltura y facilidad. Muy por el contrario, aquellos que no dibujan y provienen de familias que no leen, muestran una actitud de lucha con lo que quieren expresar. La hoja, para ellos, es una dificultad, no una forma de expresión. Lo mismo cuando toman el lápiz, lo mismo cuando quieren aprender a leer o a escribir. Es algo “ajeno” a ellos, algo que no han visto hacer jamás. Y se nota, aunque muchas maestras no lo digan en voz alta. Se nota. 
          Claro, me dirán. Pero los libros son caros. Si no tienen para comer, cómo van a leer. Y etcétera, etcétera. Perpetúan así el círculo vicioso de la pobreza y de la falta de desarrollo neuronal, necesario para afrontar este aprendizaje. Quieren que todo siga, tal vez por resignación, tal vez por comodidad, tal vez por conveniencia, como está. Las motivaciones también son muchas, pero sean cuales fueren, no colaboran. Quitan alas allí donde deberían ponerlas, para que todos los chicos del mundo tengan las mismas posibilidades. Posibilidades muy declamadas, pero no demasiado ejercidas en la práctica. 
          Pues bien, iremos entonces haciendo algunas apreciaciones positivas de aquello que sí se puede hacer, para que el tono de esta nota no se vuelva negativo, quizá abrumador. Lejos de eso. Tomada de una vez y para siempre la decisión de no resignarse, pasaremos a detallar algunas otras posibilidades que nos abrirán nuevas puertas a la igualdad. 
No rompan los libros 
          Pero empecemos por el principio. Y aquí dejamos de lado a la profesora particular para dar lugar al consejo de madre, que también lo somos. Y hacemos una declaración absoluta y cuasi-científica, que hemos escuchado de la boca de tantos padres: LOS PADRES NO LES COMPRAN LIBROS A LOS CHICOS MÁS CHICOS PORQUE LOS ROMPEN. Bravo, gran verdad.
          Si bien la mejor forma de incorporar la lectura para un chico es desde chico, resulta que los muy chiquitos  rompen los libros. Es cierto. Los rompen como romperían un jarrón de la Dinastía Ming (yo justo no tengo uno a mano para mostrarle el cómo), mirándolo caer y estrellarse contra el suelo porque su instinto científico así se los marca. El mundo está para ser chupado, mordido, arrastrado, y… deshojado. Ésta es una verdad más grande que la ley de gravedad.
          De ahí que muchos padres no sólo se niegan a darles los libros que ellos mismos atesoran desde su infancia (y lo bien que hacen, porque no los volverán a ver sanos y salvos), sino que no quieren gastar en libros que los chiquitos romperán. Porque  los peques investigan de qué está hecho el mundo, y tanto pueden sacarle una hoja a un libro, como pintar la pared, desparramar el talco o tirar de la cola del perro. El mundo está abierto al conocimiento, y el conocimiento se demuestra andando, como decía Carlitos Balá.   
          Entonces yo, como madre que soy, hice una prueba que resultó buenísima. Después de desenojarme por algún libro maltratado, los guardé. Y descubrí que la mejor edad para empezar a tomar contacto con los textos es EL AÑO Y MEDIO DE VIDA. “¿Quéeeee?” siento los gritos. Sí, el año y medio, o aún antes, ya que los niños vienen ahora con muchas más neuronas que las que a nosotros nos dio la Naturaleza, eso está comprobado. Se aburren porque nuestro mundo no les permite desarrollar (y no tienen todavía la capacidad de desarrollar) esa capacidad. Entonces, dan vueltas, tocan todo, vuelven loco a todo el mundo, quieren verlo todo y al fin, se los sienta frente a la señora Tevé, la gran niñera loca y enferma de estos tiempos.
          Y así fue que yo descubrí lo que llamo “El Eslabón Perdido”, que da título a esta nota. El famoso eslabón entre el niño y los libros lo serán… las revistas. Amén de que jamás perdí el amor por ellas, por lo que conté en párrafos anteriores, descubrí que mostrándoles revistas de colores, revistas del domingo, ellos se fascinan. Los fascina el papel satinado, las fotos grandes, los grandes titulares, las grandes letras de colores. Piden una y otra vez ver el gatito de la conocida marca que comen todos los gatitos menos uno, quieren ver ese auto que jamás verán en el garaje, quieren conocerlo y saberlo todo. 
          Diez minutos mostrándoles las letras y los colores, con gusto, con gana, con alma, con entusiasmo, como “la gran cosa” que es, los admirará. Sin ser cargosos (¡ay, que hay quien toma un consejo y mamita querida, se pasa para el otro extremo!) y con la verdadera admiración que debería causarnos el hecho de que una veintena de letras nos permita decir todo lo que debemos decir, les mostramos aquello que las revistas contienen. Con amor. Mientras se hace la comida. Antes de los ravioles del domingo. Cuando se está haciendo el asado. En un ratito por la tarde. 
          Y luego, viene lo mejor. Todas las mañanas, después de hacer su camita, se ponen sobre la cama dos o tres de las revistas que les leímos, cosa que se siente en el suelo  y las vea por sí mismo. Para reconocer aquello que les enseñamos. Para volver a ver si es cierto lo que les dijimos. Si las fotos y las letras siguen ahí. Si decimos la verdad, porque siguen estando. Darán vueltas, vueltas, y al final (y esto no falla jamás, como el cierre de la propaganda) se sentarán al ladito de la cama, y las hojearán. Y cuando Ud. escuche el silencio (verifique por favor, siempre, lo que sucede cuando hay demasiado silencio) irá a la pieza y allí estará sentado hojeando la revista, incluso con su chupete en acción. Y verá que, como madre, le estaré dando un buen consejo. 
Resultados a la vista
Sí. Es cierto que probablemente la persiga por toda la casa para que le lea la revista mientras Ud. cocina, lava, plancha y tiene las manos llenas de jabón. Dígale que ni bien pueda, se la leerá. Que se siente que Ud. ya va. Y es probable que también, en algún arrebato de investigación cual si fuera de expedientes secretos, rompa alguna hoja, o le saque la tapa a la publicación, para ver de qué se trata. Dígale entonces que “las revistas no se rompen, porque las tenemos que leer todos”. Así va incorporando la noción de bien común, que es el menos común de los bienes conocidos. 
Los chicos se fascinan con lo escrito, con las fotos, con los colores. Y si Ud. empieza al año y medio, en unos pocos meses, de seguir este consejo, a los dos años no romperá ningún libro. Se lo aseguro. Una paciente educación en este sentido le dará los mejores resultados. Y es así que las revistas se transforman en “el eslabón perdido”. Llegan en el momento justo para cumplir una tarea justa. Y ni siquiera es necesario comprarlas. Es todo cuestión de conseguirlas. Alguien las tiene, no lo dude. Pídalas a los vecinos, al carnicero, al sodero, al diariero, al cura de la Iglesia de la otra cuadra, a las compañeras de oficina. Alguien las tiene. Ud. las necesita. Pídalas.
Luego puede insistir en que las lea “con las manos limpias”, con lo cual facilitará después la limpieza y el cuidado para el futuro cuaderno y para hacer los deberes. En una mesa limpia y libre, claro. Para que “no se arruinen”, con lo cual transmitirá nuevos valores que él aprovechará, e incluso otros nuevos que Ud. misma descubrirá. Pero no olvide que lo importante es que es PARA DISFRUTAR. No espere que la escuela se encargue de lo que después será “un plomazo”, como dicen los chicos. Lo es por la obligación que genera leer lo que jamás leeríamos si no nos gustara. Pero si nos gusta… la cosa pinta de otro color. 
  Por otra parte, a los adolescentes las revistas les encantan, aunque sea para hojearlas, si Ud. Las deja a mano. Le permitirán hablar de temas “del mundo” con ellos, dialogar, en fin, PONERLE PALABRAS A LAS COSAS. Que es lo que tanta falta hace en estas épocas. 
Defender la palabra, y abrir la mente a la experiencia de ver la hoja no como un muro, sino como una ventana. Yo como madre, más no le puedo recomendar. 
  Pero si le puse alas al problema, ya es bastante para empezar. 
Ahora, a leer.
Dibujos: APAK
http://www.apakstudio.blogspot.com.es/ 

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